La presencia de las mujeres en los flujos migratorios internacionales no es un fenómeno de reciente surgimiento, sin embargo, en la actualidad estamos siendo partícipes de un aumento significativo constatado en los últimos años. Según datos de la Organización Internacional de las Migraciones –OIM-, con base en las tendencias de las Naciones Unidas relativas al contingente internacional de migrantes (2011), las mujeres suman un 49% del total en el mundo. Este crecimiento cuantitativo y cualitativo[1], ha requerido de un abordaje teórico que dé cuenta de las implicaciones familiares y sociales de estos movimientos, además de cuestiones políticas y económicas.
El protagonismo femenino en la migración latinoamericana está relacionado con la existencia de una demanda de mano de obra en ciertos nichos laborales tradicionalmente feminizados, como el del servicio doméstico y el cuidado de personas dependientes. Gran parte de las investigaciones sobre migraciones internacionales han considerado que cuando las mujeres migraban se sumaban al proyecto del marido o el padre. Esta tendencia está cambiando, cada vez es más frecuente la participación de madres, esposas o mujeres solteras que se trasladan a otro país con un proyecto migratorio individual. Pero bajo este contexto es posible preguntarse ¿Cómo influye esta experiencia de desplazamiento en los afectos que las migrantes dejan en sus hogares de origen?
Las madres migrantes se mueven entre dos continentes para ofrecerles un bienestar mejor a sus seres queridos. Se separan de sus familias y se desplazan hacia España para encargarse de cuidar a las familias de otras personas desconocidas. De esta manera, se ausentan de sus hogares y sin romper el vínculo despliegan una serie de estrategias para estar presentes en las vidas de sus hijos, manteniendo su compromiso de cuidado como madres.
Estas mujeres, divididas entre sus obligaciones laborales y familiares y sus afectos personales, reivindican una doble presencia. Son madres que migraron por amor a sus familias y que reclaman su papel como trabajadoras autónomas y personas independientes, punto de conjunción de un proyecto vital que se extiende entre Guatemala y España. A su vez, estas mujeres desarrollan un conjunto de estrategias para mantener los vínculos afectivos con sus familias, principalmente con sus hijos e hijas que se han quedado en Guatemala. El uso de las tecnologías informáticas, el envío de remesas, los regalos por correo, las esperas en los locutorios y el manejo continuo de la telefonía móvil, se convierten todos en sus principales recursos para trasladarse al otro lado del océano y estar pendientes de sus familias para hacer presente su ausencia.
El aumento de las mujeres cabezas de hogar que están migrando individualmente por razones económicas para insertarse laboralmente en los denominados servicios de “proximidad”[2], está provocando una serie de arreglos familiares en sus hogares de origen que ponen en duda la supremacía del modelo de familia nuclear y de maternidad intensiva, a la vez que se hacen visibles los acuerdos a los que se llegan para la organización del cuidado. La ausencia física de las madres no rompe con sus prácticas de cuidado, se trata más bien de un reajuste de los roles que ejercen tanto las madres migrantes como las personas que permanecen cerca de los niños y las niñas y que se ocupan de su crianza y su socialización.
La maternidad en la distancia es entonces, un entramado de prácticas activadas en dos puntos geográficos: por un lado encontramos a las madres migrantes que desde su destino migratorio desempeñan acciones de cuidado y por el otro, las otras madres “sociales” que en origen realizan todas las tareas cotidianas relacionadas con la reproducción social. Esta configuración del cuidado evidencia la existencia de una maternidad compartida o de una colectivización de la maternidad.
Esta maternidad en colectivo es posible gracias a una red de mujeres que forman parte del entorno más inmediato de las familias (madres, hermanas, amigas, vecinas) y que dan lugar a dos figuras claves en el desarrollo de los hijos: la madre migrante y la(s) madre(s) social(es, que a su vez promueven una gestión distinta de los vínculos emotivos tal como el modelo convencional exhorta. La presencia de dos o más “madres” de referencia amplía el abanico de posibles arreglos familiares y domésticos. Las abuelas, las tías y las hermanas mayores se encargan de complementar esa estructura de cuidado que, desde la distancia, las madres elaboran y mantienen constantemente.
Por su parte, ante la separación física las madres migrantes expresan un interés y un deseo por mantener sus vínculos familiares y materno-filiales. El envío de remesas y de regalos, así como una constante y continua comunicación consiguen que estas madres reafirmen y estabilicen su presencia en la vida de los hijos. Este compromiso las lleva a utilizar herramientas diversas como son los envíos de regalos, las llamadas por teléfono, el uso de las redes sociales y las nuevas aplicaciones de Internet (el correo electrónico, el Messenger, Skype y las redes sociales on-line como Facebook), para hacer posible la transferencia de sus emociones.
Además, estas estrategias de comunicación son acordes a las circunstancias y a las condiciones de los hogares en origen, así como a las edades de sus descendientes, en ese sentido, los efectos que la ausencia de las madres esté provocando en los hijos, deben ser examinados en clave temporal y situacional. Cuando los hijos son mayores (entre 13 y 30 años de edad) se relacionan con sus madres de manera autónoma, para ello hacen un uso continuado de las tecnologías de comunicación e información y de las llamadas telefónicas, creando entre ellos y sus madres un puente de conexión seguro y accesible o estable. En el caso de los hijos pequeños, es decir de 1 a 12 años de edad, la relación con la madre se desenvuelve en un contexto adulto en el que es la familia, pero particularmente las otras mujeres, las madres sociales, son quienes se encargan de impulsar esos vínculos. Los hijos mayores de edad identifican los roles diferenciados de las personas proveedoras de cuidados, los menores aprenden y crecen con esas dos figuras de referencia.
La vivencia y el mantenimiento de los afectos en la distancia dentro de estas dinámicas de distribución de responsabilidades de cuidado, minimizan los problemas que puedan darse en torno a la toma de decisiones sobre los hijos, principalmente en el caso de los menores de edad y la gestión de los afectos. La existencia de roles específicamente reconocidos asegura la disminución de situaciones críticas en las dinámicas familiares durante la migración, no obstante, el regreso de estas madres a sus hogares de origen, puede dar lugar a unos conflictos emotivos.
Las narrativas de las madres migrantes ponen de manifiesto unas nuevas maneras del ejercicio materno en términos de transmisión de afectos en la distancia y sus implicaciones emocionales, al mismo tiempo que nos da claves sobre cómo se establece el sistema de cuidado, el trabajo doméstico, los lazos afectivos en cada familia y el propio concepto de maternidad. Las prácticas maternas en la distancia se establecen a partir de una reconstrucción de sus roles y la activación de prácticas de reciprocidad, que se explicitan en cada grupo familiar. Las ausencias no se vivirán como rupturas traumáticas de las rutinas familiares en la medida que se encuentren formas alternativas en la organización del cuidado.
[1] En la actualidad se encuentran mujeres migrantes en la mayoría de las regiones del mundo, en casi todos los tipos de flujos, es decir migraciones de manera autónoma o como acompañantes (OIM, 2011).
[2] Llamados también “servicios a la vida diaria”, que incluyen todas las actividades que son remuneradas y que están destinadas a satisfacer las necesidades de las familias en el ámbito del hogar: cuidado de personas mayores, enfermas y/o niños y niñas, así como el desempeño de tareas domésticas (limpieza, servicios de lavado y planchado, cocina, etc.) (Parella, 2003).