
“A man sits in front of a cartoon graffiti depicting Libyan leader Muammar Gaddafi in Benghazi” BRQ Network vía Flickr (CC BY 2.0)
El 17 de marzo de 2011, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 1.973, en la que autorizaba el uso de cualquier medida –entre ellas, la fuerza– para proteger a la población civil en Libia. Ya en ese momento, las protestas que comenzaron en febrero se habían convertido en una lucha sangrienta: el gobierno de Muamar el Gadafi reprimió con intensidad y, más tarde, la oposición comenzó a emplear las armas. El enfrentamiento se tradujo en muertes y vejaciones, tanto entre quienes luchaban de forma activa como entre ciudadanos. Una guerra civil que, como todas, dejó saldos lamentables.
Pero en esos resultados también influyó la intervención militar extranjera. Amparándose en la resolución –aprobada por 10 miembros del Consejo de Seguridad, y con abstención de Rusia, China, India, Alemania y Brasil (1)–, comenzaron las operaciones con el liderazgo de Francia, Estados Unidos y Reino Unido. Más tarde, el 31 de marzo de 2011, la Organización de Naciones del Atlántico Norte, con el apoyo de 12 de sus 28 integrantes, asumió el mando. En octubre de ese año, después de la muerte de Gadafi, la OTAN anunció el fin de su trabajo, considerado por sus voceros como positivo. Sin embargo, hay serias dudas sobre esa efectividad.
En primer lugar, investigaciones de varios organismos, entre ellos de la ONG Human Rights Watch, determinaron que muchos civiles murieron como consecuencia de los ataques aéreos de la OTAN contra objetivos del gobierno. No hay cifras concretas, pero se sabe que eso ocurrió. De hecho, un informe del secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, reconoció los excesos: “La OTAN ha explicado detalladamente cómo decidía sus objetivos y, en especial, la atención que prestaba a minimizar las víctimas civiles. Pero, pese a esa diligencia, durante la campaña perdieron la vida civiles” (2). El documento también detalla que algunos Estados han criticado la operación, pues no se dio tiempo suficiente para que hicieran efecto las medidas sancionatorias de la Resolución 1.970, que se publicó menos de un mes antes que la 1.973.
Todo este preámbulo sirve para entender una polémica que ha ganado fuerza en los últimos años: la pertinencia de la responsabilidad de proteger. Se trata de un concepto que surgió en 2001 –en sustitución del de intervención humanitaria, al que aludió el ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, en el año 2000–, y que hace referencia al compromiso de los Estados y de la comunidad internacional para prevenir y atender los abusos contra la población civil, específicamente en los casos de genocidio, crímenes de guerra, depuración étnica y crímenes de lesa humanidad. Es, en definitiva, una respuesta a la preocupación por evitar tragedias como el genocidio de Ruanda, que ocurrió en 1994, o el de Srebrenica, de 1995. En resumen, consiste en un llamado a los países para que no abandonen a los habitantes que sufren los desmanes de la violencia, independientemente de su nacionalidad, y para que no se cometan los errores del pasado, producto de esa especie de indiferencia.
Ahora, hay que entender que este concepto –aceptado en la Cumbre Mundial de Naciones Unidas, en septiembre de 2005– tiene cabida en un mundo globalizado, con valores distintos al pasado. En estos tiempos, el concepto de soberanía, propio de la época westfaliana, se ha transformado. Los Estados, de algún modo, deben aceptar que se entrometan en sus asuntos. Así lo dicen Molina y Beltrán (2008): “La soberanía en sí ya no constituye automáticamente una fuente de legitimidad internacional para la actuación de un Estado. Desde que entraron en vigor los primeros acuerdos que constituyen el llamado régimen internacional de derechos humanos, los Estados no pueden tratar a sus ciudadanos como les plazca, amparándose en la soberanía estatal” (3).
En ese marco, la soberanía se entiende como responsabilidad: los Estados deben garantizar el bienestar de la población, pues ésa es su razón de ser. De lo contrario, los organismos internacionales pueden intervenir de forma pacífica o, si es estrictamente necesario, con el uso de la fuerza, de acuerdo con lo que se establece en el capítulo 7 de la Carta de las Naciones Unidas (4).
Si nos atenemos a estas consideraciones, se puede pensar que la intervención extranjera en casos de emergencia es adecuada: es una especie de deber –aunque no esté establecido en ningún tratado internacional– que la comunidad internacional actúe cuando la población lo necesite. Pero, en realidad, el asunto no es tan sencillo. En el caso de Libia, como ya se ha visto, las operaciones militares de la OTAN también sacrificaron la vida de ciudadanos que no tenían ninguna relación con el conflicto. Además, ¿realmente se ha comprobado la eficacia de estas actuaciones una vez que terminan? En realidad eso no es así. Remiro (2013) enumera todas las calamidades que se seguían sufriendo dos años después de la participación de otros países: amenazas, tensiones, atentados, luchas armadas, instituciones débiles (5).
Además de este elemento práctico, hay otros asuntos relacionados con las estrategias. Aunque la ONU insiste en que la intervención militar debe ser el último recurso y que no se permiten los procedimientos arbitrarios, la realidad es que, en el plano internacional, las acciones no son desinteresadas. La decisión de irrumpir por la fuerza en un país debe tomarse exclusivamente en el Consejo de Seguridad de la ONU, organismo creado en 1945 y conformado actualmente por 15 integrantes. De este total, 5 son permanentes y tienen un privilegio: el derecho a veto. Eso quiere decir que si alguna de las resoluciones no es de su agrado, con sólo oponerse pueden evitar su aplicación.
En este sentido, Estados Unidos, Rusia, Francia, China y Reino Unido tienen un poder incuestionable e influyen ampliamente en el escenario internacional de acuerdo con sus propios intereses. Y si bien se alude a la responsabilidad de proteger como un medio para alcanzar un fin loable –evitar o detener crímenes y violaciones a los derechos humanos–, lo cierto es que también se puede utilizar este principio por otras razones. Es innegable que los países sopesan los costes y beneficios de actuar a favor de la humanidad y, en función de eso, deciden sus acciones futuras.
Tal es el caso, por ejemplo, de Israel. Desde que comenzó el conflicto con Palestina, han sido asesinadas miles de personas de ambos lados. El Consejo de Seguridad ha emitido resoluciones para, entre otras cosas, solicitar a Israel el cese de la ampliación de asentamientos judíos en tierras palestinas y así garantizar la paz. Sin embargo, a diferencia de Libia, no ha habido intervenciones militares por el veto de Estados Unidos en múltiples ocasiones. Tal como lo dice Remiro (2013): “La actitud del Consejo en el conflicto de Oriente Próximo, sobre todo en los últimos años, ha sido el principal nutriente de la justificada acusación de su doble rasero” (6).
Eso no quiere decir que haya que apoyar la intervención militar en esta región. En todo caso, sí es una muestra de que la responsabilidad de proteger no es tan inocua como se piensa y que, pese a los llamados de la ONU para analizar con cuidado las circunstancias en las que deben autorizarse estas operaciones, la realidad es muy distinta. Parece que, cuando los intereses imperan, las definiciones de crímenes de lesa humanidad, de guerra o genocidio varían de acuerdo con las simpatías o animadversiones que generen sus autores. Y el mismo filtro se usa para considerar un conflicto como amenaza para la paz y la seguridad internacional, razón suficiente para propiciar la incursión por la fuerza en un territorio.
Ahora, ¿hay manera de solucionar este asunto? De acuerdo con lo que se ha visto, hay que decir que sólo con la democratización del Consejo de Seguridad se puede dar paso a decisiones más justas. Un dato: en 1963 se aumentó el número de miembros de 11 a 15 –para responder a las dinámicas mundiales y a los nuevos integrantes de la ONU (7)–, pero en la actualidad no faltan voces que llaman a transformar la composición de este organismo. Quizás, aunque no es una garantía, la respuesta se encuentre en un consejo que permita mayor participación, en el que se tomen las decisiones de forma distinta –por ejemplo, que se elimine el discriminatorio derecho a veto– y en el que se amplíen las perspectivas, para así asegurar el respeto de una verdadera responsabilidad de proteger a la población vulnerable.
Notas
(1) A diferencia del veto, la abstención no impide que se ejecuten las resoluciones del Consejo de Seguridad
(2) Asamblea General Consejo de Seguridad (2012). Responsabilidad de proteger: respuesta oportuna y decisiva. Informe del secretario general. Disponible en: http://www.un.org/es/comun/docs/?symbol=A/66/874
(3) Beltrán F. y Molina I. (2008). Retos y transformaciones actuales del estado. UOC, Barcelona.
(4) Asamblea General de las Naciones Unidas (2009). Hacer efectiva la responsabilidad de proteger. Informe de secretario general. Disponible en: http://www.un.org/es/comun/docs/?symbol=A/63/677
(5) Remiro, A. (2013). De la seguridad, el lenguaje y otras calamidades. Cursos de derecho internacional y relaciones internacionales de Vitoria-Gasteiz 2012. España.
(6) Remiro, A. (2013). De la seguridad, el lenguaje y otras calamidades. Cursos de derecho internacional y relaciones internacionales de Vitoria-Gasteiz 2012. España.
(7) Torres, M. (2008). El derecho a veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: la historia de la válvula de seguridad que paralizó al sistema. Disponible en: dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/4941863.pdf
Excelente análisis. La reforma del CdS es un rompedero de cabeza. El veto puede servir para proteger a las minorías, pero también ha estancado a la ONU en asuntos de tremenda importancia, como bien mencionás. Por desgracia, también es el mayor impedimento a su reforma, ya que tendrían que aprobarla los mismos países que pueden vetarla. Hay mucho escrito sobre el tema, es muy interesante.
Mencionar también que en Libia el Gobierno utilizó armas químicas contra la población… creo que ahí se cruzaron todas las líneas rojas. Si bien es uno de los requerimientos para aprobar la RdP, no sé hasta que punto se puede esperar que una intervención extranjera mejore la situación local de estados fallidos o frágiles. Creo que se puede aspirar a terminar una barbarie sistemática, pero poco más.