Se llamaba Émile Ouamouno y tan solo tenía dos años. Fallecía en Meliandou –Guinea- en diciembre de 2013 por causa desconocida. Nada extraño en un continente donde cada año mueren más de 600.000 personas a causa del Dengue o la Malaria. Nada extraño en un pueblo remoto frontera con Guinea, Liberia y Sierra Leona, donde la mayoría de sus habitantes carecen de un trabajo, por ende, de lo más básico para cubrir sus necesidades vitales.
Una semana después su madre Sia, su hermana Philomene, y su abuela Koumba fallecían en similares circunstancias.
Era entonces cuando el pequeño Émile se convertía en el denominado “paciente cero” de este nuevo brote, era entonces cuando el Ébola volvía a cobrar protagonismo, occidentalmente claro está, puesto que en África llevaba subido a escena cuatro décadas.
En 1976, dos casos simultáneos de muertes en Nzara –Sudán- y Yambuku –R.D.del Congo- alertaban a la comunidad médica de una nueva enfermedad. El río Ébola de apenas 200 kilómetros, que transcurría por una de las aldeas, daba nombre a un virus letal que acabaría con la vida de miles de personas. Más nada pasaba, era África. Investigaciones que comenzaban en los ochenta frenaban en seco cerrando la esperanza de una curación, o al menos de una protección que evitase la propagación masiva. Ni gobiernos ni farmacéuticas estimaban beneficioso el desembolso de fuerzas económicas o humanas destinadas a erradicar aquel virus tercermundista tan alejado de lo que realmente importa.
Fueron las nuevas tecnologías, que nos permiten una globalización informativa, las que contribuyeron en este caso a hacer visible la situación. Tres de los países más pobres del mundo tenían que medir sus fuerzas con la muerte. Y esta última les ganaba por la mano.
Escuelas y negocios cerraban sus puertas por miedo al contagio. La paupérrima economía se hacía aún más miserable; la educación, esa luz que muestra otros caminos volvía a situarse en un compás de espera; los sistemas de salud -ya escasos antes de- se empleaban en luchar contra la nueva epidemia dejando de lado el resto de dramas cotidianos; muchos de los sanitarios perdían sus vidas luchando por otras, aumentando la desigualdad en la contienda.
La comunidad internacional se dedicaba a rezar por las almas de esos pobres mortales condenados al olvido institucional. Pocas y tardías ayudas, pese a la petición constante de la ONU. Unas monedas para lavar conciencias dormidas y hacerlas parecer despiertas.
Y de repente…
El Ébola se presenta en sociedad en Europa y EEUU y se disparan las alarmas: despliegues de fuerzas, medidas de contención y seguridad, portadas y más portadas se ocupan de la tragedia.
En agosto de 2014 el ebolavirus llegaba en avión blindado desde África a España. Con tres casos confirmados y alguna duda razonable, nuestro país emplea en ellos el doble de dinero que el enviado a África, dejando en evidencia que unas pocas vidas nacionales valen mucho más que miles al sur de nuestras fronteras.
Y se lograba controlar, con un balance de dos muertos frente a los más de 11.000 que suman Liberia, Guinea y Sierra Leona. Y llega la calma, y el silencio, y el olvido… mientras África sigue enterrando víctimas.
El pasado 3 de septiembre la OMS declaraba a Liberia libre de ébola; esto quiere decir que en 42 días –dos períodos de incubación- el país no había registrado ningún nuevo caso.
El 8 de noviembre se lanzaba la misma notificación desde Sierra Leona; con lo que se presupone que solo en Guinea sigue activo, con un número mínimo de casos que indican que el fin también está cercano.
Anteriormente, Sudán, El Congo y Uganda también fueron declarados libres, pero más que libertad fue un traslado geográfico.
Si mientras los principales países afectados en este nuevo brote –y van veinte- han seguido sumando víctimas, los medios de comunicación han guardado un silencio aberrante: ¿qué ocurrirá tras la noticia del final de los males?
Un final hipotético si tenemos en cuenta que:
- El virus puede sobrevivir en el semen de un varón hasta 90 días.
- Enfermos que han superado la enfermedad vuelven a reproducirla sin una causa conocida.
- Liberia ya había sido declarada libre de virus el 9 de mayo, y en junio fallecía un joven de 17 años volviendo a comenzar la cuenta atrás.
- África es un continente extenso, con muchos más países, ciudades, aldeas…que escapan por completo al control de los observadores médicos.
- Los escasos recursos obligan a buscar alimento en animales que no se saben libres de la enfermedad.
De todos modos, si milagrosamente África hubiese vencido al virus -por las medidas eficaces de contención, no por la ayuda externa- ¿quién va a recomponer las piezas de un continente herido de muerte?, ¿qué pasa con un frágil sistema de salud desmantelado?, ¿qué hacemos con los miles de huérfanos que no podrán sobrevivir sin la ayuda de adultos capaces?, ¿dónde quedan todos los afectados tras haber eliminado los infectados?
Es vergonzoso comprobar como los medios de comunicación emplean sus recursos en informaciones banales con grandes réditos, dejando de lado esa labor social que debería imperar sobre todos los bienes materiales; es denunciable que los países muevan ficha solo cuando es su turno en lugar de jugar en un reto que es global, es injusto que siempre sufran unos pocos y esos pocos siempre sean los mismos; va siendo hora de que esos vagones de cola dispongan alguna vez de un billete en primera clase.